Las cosas que me gustan...

  • Me agradaría saber que pertenezco a una especie que fuera capaz de respetar la vida en todas sus expresiones y convertir al Planeta en un gran hogar para todos...

miércoles, 21 de agosto de 2019

Del brazo ...

Ella sonrió, de soslayo.
Caminando con el tiempo del brazo
sintió que la ciudad se le brindaba como fruta de verano. 
Pero no era verano, era finales de un invierno, albores de primavera.
Aquello de vagabundear mirando vidrieras, registrar plantas en techos y balcones, pichones de palomas en frágiles cornisas, horneritos marcando el paso y todo el sol en las veredas era verdaderamente hermoso.
Tenía algo de siesta somnolienta y aroma de rosas tardías.
Le gustaba pensar que su pensamiento se grababa solo, que escribía todo lo que se le cruzaba, que escribía imágenes, dibujaba palabras, reía lágrimas y lloraba risas...si, porque en definitiva nada era tan claro, algo que fue aprendiendo en el transcurso de su vida.
Vio danzar abejas en las frutillas y las mitades fragantes de deliciosas naranjas, escuchó tantas voces diferentes a su paso, todas eran una, aunque fuesen independientes entre si.
Se detuvo azorada ante el rojo bermellón de las estrellas federales que asomaban, curiosas, sobre el viejo tapial amarillo azufre; un par de zapatillas abrigaditas le trajo a su madre, sonrisa abierta, rosquitas con almíbar. Todo era un gran carrousel y era la vida, y volaban pájaros sobre su cabeza, giraban flores azucaradas sobre tortas marmoladas de cumpleaños y en un viejo tocadisco celeste sonaban melodías dramáticamente cursis.
Se sentó en el banco de plaza esperando el colectivo. Vio pasar a los autos, persiguiendo semáforos, observó a sus vecinos... en cuál subirían, y a sabiendas de que ya no los vería nunca.
Extraña es la ciudad, junta y separa, destaca y convierte en anónimos a todos los seres con tan sólo dar la vuelta a la esquina.
Son las quince y treinta ya. Todos apurados. Y ella disfruta su languidez sin tiempo.
Se abren las cortinas metálicas de algunos comercios. Desde las vidrieras sonríen herméticos maniquíes modelos.
Los grandes letreros exponen artificios del consumo.
Los automovilistas se parecen a muñequitos frenéticos, yendo no sabemos dónde, a ver no sabemos a quién...
Un ciruja duerme, envuelto en viejas frazadas a cuadros, sobre un banco alargado.
Y allí arriba un cielo celeste se tiende, sin pliegues, en tanto las calandrias ofrecen canciones y ella les sonríe, al paso.
El corazón le late, vibrante, y desearía que nadie se marchara,
que por un instante todo fuera un acto de una obra imaginada.

Llegó el colectivo, se subió de prisa.
Y dejó cruzar la ciudad a través de la ventanilla de sus ojos.***

                                                    Texto y fotografía: mao.


Mundos paralelos...

viernes, 16 de agosto de 2019

Signos.

Sin espejos, no la ha visto caer,
sobradamente sabe que es una lágrima.
Y mientras mira, sin ver quizás, piensa 
que ya es tiempo de dejarlas correr,
hasta que se agoten en medio de la angustia,
hasta que truequen en sonrisas tibias, en 
carcajadas francas.
Y nada le parece en este instante más bello
que el sonido acompasado del reloj de pared,
y aquellas campanadas, con sabor a natillas
y perfume a leña, con trinos de pájaros en la 
aurora y lánguidos crespines en los atardeceres.
Entonces dibuja, dibuja líneas rectas y curvas,
traza callejuelas de tierra y empedradas,
recorta retazos estampados, mientras oye el
rítmico pedal en la máquina de coser;
más allá de las ventanas los naranjos de verano,
en la esquina el cedrón, sobre la veredita la planta
de la fortuna, las voces que regresan, una tras otra,
todas a la vez...
Noches frías crepitantes al fuego de la vieja cocina.
Mates que pasan de mano en mano,
tazones de loza, el cajón de los cubiertos,
las pavas negras, siempre con agua caliente,
las estampas de Molina Campos en la pared,
los calendarios, las fuentes rectangulares...

Doce campanadas en el viejo reloj.
Presidiendo el comedor los retratos ovalados de los abuelos.

Ha visto partir a tantos ya...todos amados.
Se aferra a los relatos, a la memoria,
los trae una y otra vez.
Se siente así menos frágil.

Su padre la abraza, la tapa por las noches.
Su madre reza con ella el "ángel de la guarda".

En una escalera eterna
se suceden los escalones gastados.

Y es la vida tan sorprendente,
como también lo es la muerte.-